Scott Walker, 30 Century Man (2006), un documental de
un tal Stephen Kijak, en la tele. Siendo un dispositvo tan vulgar, la poesía y
su sino oracular, sale a veces de la pantalla de la mano del cine. Lo ví luego
de despertarme de una siesta.
Walker (1943), nace en EEUU pero se cruza el océano y
se instala en el regazo de la madre que hace parir los sonidos yankis: Londres.
Leía a Sartre y escuchaba a Jacques Brel, su voz de
barítono empezó a tener la sonoridad de la época. Como Dylan y algún otro.
Pasa años de ostracismo, y sin veleidades lanza un
álbum siniestro que llama Tilt (1994). Los
sonidos, apoyados de testimonios directos (vocalistas, músicos como Brian Eno, David Bowie,
productores, técnicos), podrían denominarse, vanguardia o experimentales, pero
como no era su intención iba más allá. Bien más allá.
El documental toma distancia, pero Scott lo envuelve
al director como una hiedra.
Ser oscuro y trasparente a la vez. El cine, hijo de
tantos oficios a la vez, también puede lograr eso instantes. Breves y
luminosos.
Esta
mañana
en mi habitación,
una pequeña golondrina
estaba atrapada.
Voló,
desesperada,
hasta que cayó,
exhausta,
en mi cama.
La
recogí
sin asustarla.
Abrí
la ventana.
Luego abrí la mano.
S.W.
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