jueves, 16 de abril de 2015

Soy Maestro Mayor de Obras






Me recibí en la ENET N 2
De niño hice la primaria en  la escuela 44 (ahora es la 444), Roger Balet, Av Maipú km 3. Pasé fugazmente (ignoro por qué), por la Escuela 207 , frente a lo que era el Aeroclub. Ahí el maestro Nazar nos decía, mientras leía La Razón: Yo prefiero que tengan el corazón grande y no la cabeza como un Geniol(!?). Lo corría al flaco Vera con un puntero corto. Vera huía a través de los pupitres a los saltos cagándose de risa. Yo, que venía del “campo”, no podía creer tamaño irrespeto a la autoridad del maestro. Sin embargo y sin poder explicármelo me caía simpático. Con el tiempo, Vera, el Flaco Vera, se impuso como el rebelde sin causa en mi cabeza de pendejo. En esa escuela de muros bajos, la maetra Monti se dedicaba a hostigarnos a mi hermana y a mí. Había algo en su pertinaz persecución que comprendí mucho después, le molestaba nuestro aspecto de negritos venidos del campo (uno de los modos de la discriminación). Era eso, hoy no tengo dudas. Una vez la ví en la página de “sociales” de el diario El Litoral, saludando desde la escalerilla de un avión que salía hacia Buenos Aires. Viajaba rumbo a Europa.
 En la 207, me apodaron “Carpincho”, por lo duro de mi pelo. Era medio raro porque mis compañeros no habrán tocado nunca un bicho de esos. La 207 me acercó al “centro” y me sacó del barrio a otros espacios. Otra ropa, otros modos, en fin… No sabía aun que terminaría la secundaria enfrente, en la ENET N 2 y me recibiría de Maestro Mayor de Obras (MM N 349. MCP N 645). Comencé cuando el primer edificio de la ENET estaba cerca del puente. Justo  en los tiempos de la transción de la democracia a la dictadura, año 1947/75, mas o menos. Ahí, una tarde inolvidable, los de 6to tomaron el colegio protestando contra el rector y su mando autoritario. Ricatti, medio milicón. Lo llevaron medio a los empujones al patio central en donde estaba la cancha de básquet. La pequeña revuelta estaba encabezada por dos líderes, que con el tiempo creo que llegaron a ser arquitectos. El colegio estuvo tomado hasta que vino un interventor desde Buenos Aires a destrabar un conflicto que sólo podía entenderse en el contexto de entonces. En aquella ENET escuché por vez primera de un tal León Gieco. En verdad leí sus letras, lo escuché cantar tiempo después. Me las mostró Silva, un pibe santafesino de gafas de aumento con marco negro de carey, campera de jean y pelo largo. No sé porqué simpre tuve la sensación de que Silva, fue después un militante y que estuvo detenido o tal vez desaparecido. Tal vez me transmitía esa sensación por el modo de hablar que tenía, su mirada inteligente, sus silencios. Nunca lo olvidé.
 La cuestión es que hice el 1er y 2do año en aquel primer edificio, pero me enamoré de Gladis, una rubia mas linda que el sol, me perdí en sus ojos, sus impiadosas evasivas y repetí de año, haciendo el ridículo ante mis padres. Terminé en La Manso, en lo que hoy es el garage del Automóvil Club Argentino.
 Una vez hecho el 3er y el 4to año regresé a la ENET N 2 que tenía más prestigio, angaú y ya tenía su nuevo edificio, casi lo estrenamos. Ahí le dábamos a la lima y la escofina, al torno, fabricábamos un estractor de brocas y un martillo, fundíamos aluminio y armábamos una colada y un molde en dónde fabricábamos boludeces, todo al repedo. El país se hundía en una feroz desindustrialización y con ella, los colegios técnicos. Yo chapaleba como podía entre los números y los cálculos. Estática, Análisis matemático, Cálculo de Estructura, cuando las calculadoras científicas empezaron a verse por vez primera. Nos prohibían usarlas. Habia que calcular seno y coseno a puro lápiz. La dictadura tallaba hondo mientras yo caminaba en mameluco por los pasillos entre celadores profesores y maestros. Fantasmas de un país que ya no existía. Había dos Sotos. Uno de los Sotos era de los talleres (había que llamarlo “maestro”), medio Neandertahl y el  otro(medio garca y había que llamarlo “profesor”), que  se maquillaba, ponía cara de culto, y usaba un tapado negro hasta las rodillas en los breves inviernos correntinos. Una vez, ví entrar a un ex alumno ya recibido  al el colegio. Entró con una remera suelta, jeans, zapatillas flecha sucias y el pelo largo en rulos por debajo del hombro. Fascinado  todos con él, tuvimos que escuchar luego del Soto garca un discurso por la presencia de  “ese sujeto lamentable” caminando por los pasillos marciales de la ENET N 2. Otra vez sabía quién me gustaba y quién no.
La dictadura nos obligaba a tener el corte americano, corbata ajustada al cuello y el uniforme color arena impecable. En el camino y ya sobre el 6to año se cambió el uniforme a camisa blanca, corbata y pantalón azul. Corría ya fines de los 70. Perón ya había muerto. Años grises y de extraña paz en las calles de Corrientes. Todo consistía en treparme a la línea 6 por la mañana, regresar a casa, comer a las apuradas y salir de siesta otra vez hasta las 19hs, más o menos. Son unos años de mierda que apenas recuerdo. El rostro y apellido de algunos compañeros de curso (Metzner, Ledesma, Urbina, Zyegembein…) de algunas muchachas de uniforme y medias azules, una novia llamada Clara, algunos profesores (Meyer, el temible profe de Estática). El celador al que apodabamos Pocohilo, era un personaje cinematográfico que soportaba las burlas por un peinado que intentaba cubrir su calvicie estoicamente, con su propio pelo: Los de la nuca los mandaba para la frente, y los del costado derecho los entrecruzaba al izquierdo, en un cuadrillé prolijísimo que, imagino, le llevaba su tiempo todas las mañanas antes de montar su enorme bicicleta negra y su carterón de cuero rumbo al escarnio matinal. Siempre odié visceralmente la escuela, los uniformes y toda forma de autoridad. Pero al no saber el porqué lo odiaba, lo tuve que padecer en silencio, rumiando humillación como un ternero atado. Ya me gustaba leer y escribía algo parecido a la poesía. Ya escuchaba lo que llamaban entonces “música progresiva” (¿?). Ya había escuchado Animals de los Pink Floyd en mi habitación del barrio San Antonio. Ya tenía inoculado al rock, y atravesé la dictadura y mis años de la secundaria protegido por esa música que no sabía explicar porque me gustaba.
Comenzaron los 80. Vientos de cambio. Se reúne una de las bandas legendarias el rock nacional: Spinetta junta a Edelmiro Molinari, Rodolfo García y Emilio Del Guercio. Un día luminoso me entero de que Almendra, viene a Corrientes a presentar su último álbum de estudio, El Valle Interior, en el club Córdoba, Catamarca esquina San Martín.

 Allí fuímos una noche maravillosa, con Omar, Clara, Eduardo y empezamos a saltar un poco atolondrados al ritmo de Rutas Argentinas. Creo que nos abrazamos, creo recordar que nos abrazamos al borde de las lágrimas  de sólo escuchar al Flaco Spinetta cantar  Muchacha. Ese mismo día muy temprano y por la siesta, fuí a escuchar la prueba de sonido, en esa lata de sardinas que es el Club. No me animé a entrar y espere afuera oyendo los sonidos de los acoples y un fragmento de Buen día día de sol. Almendra sonaba como un viejo reloj de colección: perfecto. 

Del Guercio, Spinetta, Molinari y García

De pronto parece estar todo listo. Sé que van a salir por la entrada principal del club. Ahí están. Todo el grupo. Parecen felices. Del Guercio, Molinari , García y el Flaco en persona. Caminan hacia el Hotel Guaraní, caminan tranquilos en la siesta tarde subiendo por Mendoza. Los sigo desde atrás a una prudente distancia, aterrado, sin atinar a acercarme, sin saber qué decir ni como encarar. Al Flaco siempre lo imaginé muy alto, eso me parecía ver en las fotos de la revista Pelo.  
                                                                                         

A sólo un par de metros de Irigoyen le toco el brazo y le pregunto por una autógrafo o algo así. Es apenas un poco más alto que yo. Se detiene y dice que sí, el resto del grupo sigue. Le doy mi tarjetita y una birome, la firma. Creo que me sonríe.





Mi padre, ni bien me inscribí en el Consejo Profesional me regala un tarjetero y unas 100 tarjetas color marfil, impecables. Aun las tengo en casa. En una de ellas está la firma de Luis Alberto Spinetta, en el dorso. Fue lo mejor de ser Maestro Mayor de Obras…







domingo, 12 de abril de 2015

Muchacha






 “Tanto en el  pasado como en el presente, era y es costumbre entre las mujeres colgarse  perlas de las orejas por el placer causado, cuando las perlas tocan la piel al  moverse. Pero dado que yo sé que Isaac, envió pendientes a la pura Rebeca como  signo de su amor, pienso que esta joya significa en sentido espiritual que la  oreja es la primera parte que un hombre quiere tener de su mujer y que la mujer  debe conservar más fielmente… “
Francisco de  Sales (1567-1622)


La joven de la perla - Vermeer, 1665



Anoche por la Tv Pública vi La Jóven del aro de perlas. Una película dirigida por un tal Peter Webber. Basado en un libro, sin pretensión biográfica,  sobre el cuadro pintado por Vermeer allá por 1600. Siempre me gustaron leer y  ver películas de pintores. La obsesión por el color, la perspectiva, las texturas, las trasparencias y las sutilezas de la luz. Pero por sobre todo aquél hombre que detrás del pincel se abandona a su arte sin importar nada y termina incinerado por su pasión.  Recuerdo haber visto Pollock, en el Festival de Mar del Plata, por casualidad, como me sucede siempre, dirigida y protagonizada por Ed Harris.  En ambos casos el entorno del artista es tortuoso. El mundo es hostil y supervivir en él depende de otros, no de su oficio. En el caso de la Jackson Pollock la relación con su mecenas, su compañera y el alcohol.

Ed Harris protagonizando y dirigiendo Pollock

En la película de Webber, Veermer depende de un mecenas (un tipo con suficiente plata como  para invertir en el arte, digámoslo), de una suegra despótica que controla todo su entorno y lo hace trabajar por encargo y su esposa que entiende poco de pinturas.
La película tiene una Dirección de Fotografía superlativa. Encuadres de una belleza exquisita. El autor de la luz es Eduardo Serra. Por él pasa buena parte de lo mejor de la película.
Griet es la nueva sirvienta de la familia Vermeer. Aparece vestida con ropas de campesina con esos gorros que usan en los países bajos. Camina con la cabeza gacha, y mira de reojo siempre a los que serán sus amos. El detalle está en que debajo del gorro está Scarlett Johansson. Un actuación magistral, otra vez. El director construye con ella un universo doméstico de detalles ínfimos en donde la mirada evasiva y los roces sutiles, terminan sosteniendo y haciendo avanzar las relaciones por desfiladeros sin retorno. Estas estallan cuando la esposa de Vermeer nota la influencia que ejerce Griet sobre su esposo. Dentro de este mundo de sutilezas, están un par de aros de perlas. Vermeer, con la compliciad de la suegra, usa los aretes de la esposa y se la coloca a la sirvienta Griet para posar en lo que, siglos después, descrubren como uno de los mejores retratos pintados por este  precursor de Van Gogh. La escena en donde el pintor le perfora la oreja izquierda a Scarlett es abrumadora.



 La musa de Veermer tiene sensibilidad y comprende el oficio de su patrón, le mezcla los colores, observa los cuadros y entiende, siendo analfabeta, la labor de la luz sobre los objetos.


Hablar de la sublime belleza de Scarlett es ocioso. Lo que es siempre un regocijo, es cómo se abandona al personaje. Nunca la estrella está por sobre el rol que le toca.  La muchacha atribulada de Perdidos en Tokio otra vez nos lleva de las pestañas al remolino de sus ojos y su boca.
Dicen que La jóven del aro de perlas, tuvo varias nominaciones al Oscar. Poco importa ese blasón en los que hay sospechas siempre. El mainstream hollywodense viene con pochoclo como para empachar a un chancho.

Todo confluye y fluye en una buena película. Con dos planos se puede mensurar su alma. Lo técnico viene detrás y se pone a su servicio. Luego está Scarlett que nos recuerda a aquellas novias que tuvimos en esa etapa de la vida que llaman adolescencia .