Me recibí en la ENET N 2
De niño hice la primaria en
la escuela 44 (ahora es la 444), Roger Balet, Av Maipú km 3. Pasé
fugazmente (ignoro por qué), por la Escuela 207 , frente a lo que era el Aeroclub. Ahí
el maestro Nazar nos decía, mientras leía La Razón: Yo prefiero que tengan el corazón grande y no la cabeza como un Geniol(!?).
Lo corría al flaco Vera con un puntero corto. Vera huía a través de los
pupitres a los saltos cagándose de risa. Yo, que venía del “campo”, no podía
creer tamaño irrespeto a la autoridad del maestro. Sin embargo y sin poder
explicármelo me caía simpático. Con el tiempo, Vera, el Flaco Vera, se impuso como el rebelde sin causa en mi cabeza de
pendejo. En esa escuela de muros bajos, la maetra Monti se dedicaba a hostigarnos
a mi hermana y a mí. Había algo en su pertinaz persecución que comprendí mucho
después, le molestaba nuestro aspecto de negritos venidos del campo (uno de los
modos de la discriminación). Era eso, hoy no tengo dudas. Una vez la ví en la
página de “sociales” de el diario El Litoral, saludando desde la escalerilla de
un avión que salía hacia Buenos Aires. Viajaba rumbo a Europa.
En la 207, me apodaron
“Carpincho”, por lo duro de mi pelo. Era medio raro porque mis compañeros no
habrán tocado nunca un bicho de esos. La 207 me acercó al “centro” y me sacó
del barrio a otros espacios. Otra ropa, otros modos, en fin… No sabía aun que terminaría la
secundaria enfrente, en la ENET N 2 y me recibiría de Maestro Mayor de Obras
(MM N 349. MCP N 645). Comencé cuando el primer edificio de la ENET estaba
cerca del puente. Justo en los tiempos
de la transción de la democracia a la dictadura, año 1947/75, mas o menos. Ahí,
una tarde inolvidable, los de 6to tomaron el colegio protestando contra el
rector y su mando autoritario. Ricatti, medio milicón. Lo llevaron medio a los
empujones al patio central en donde estaba la cancha de básquet. La pequeña
revuelta estaba encabezada por dos líderes, que con el
tiempo creo que llegaron a ser arquitectos. El colegio estuvo tomado hasta que
vino un interventor desde Buenos Aires a destrabar un conflicto que sólo podía
entenderse en el contexto de entonces. En aquella ENET escuché por vez primera
de un tal León Gieco. En verdad leí sus letras, lo escuché cantar tiempo después.
Me las mostró Silva, un pibe santafesino de gafas de aumento con marco negro de
carey, campera de jean y pelo largo. No sé porqué simpre tuve la sensación de
que Silva, fue después un militante y que estuvo detenido o tal vez
desaparecido. Tal vez me transmitía esa sensación por el modo de hablar que
tenía, su mirada inteligente, sus silencios. Nunca lo olvidé.
La cuestión es
que hice el 1er y 2do año en aquel primer edificio, pero me enamoré de Gladis,
una rubia mas linda que el sol, me perdí en sus ojos, sus impiadosas evasivas y
repetí de año, haciendo el ridículo ante mis padres. Terminé en La Manso, en lo
que hoy es el garage del Automóvil Club Argentino.
Una vez hecho el 3er y el 4to
año regresé a la ENET N 2 que tenía más prestigio, angaú y ya tenía su nuevo
edificio, casi lo estrenamos. Ahí le dábamos a la lima y la escofina, al torno,
fabricábamos un estractor de brocas y un martillo, fundíamos aluminio y
armábamos una colada y un molde en dónde fabricábamos boludeces, todo al repedo.
El país se hundía en una feroz desindustrialización y con ella, los colegios
técnicos. Yo chapaleba como podía entre los números y los cálculos. Estática,
Análisis matemático, Cálculo de Estructura, cuando las calculadoras científicas
empezaron a verse por vez primera. Nos prohibían usarlas. Habia que calcular
seno y coseno a puro lápiz. La dictadura tallaba hondo mientras yo caminaba en
mameluco por los pasillos entre celadores profesores y maestros. Fantasmas de
un país que ya no existía. Había dos Sotos. Uno de los Sotos era de los
talleres (había que llamarlo “maestro”), medio Neandertahl y el otro(medio garca y había que llamarlo “profesor”), que se maquillaba, ponía cara de culto, y usaba
un tapado negro hasta las rodillas en los breves inviernos correntinos. Una
vez, ví entrar a un ex alumno ya recibido al el colegio. Entró con una remera
suelta, jeans, zapatillas flecha
sucias y el pelo largo en rulos por debajo del hombro. Fascinado todos con él, tuvimos que escuchar luego del
Soto garca un discurso por la presencia
de “ese sujeto lamentable” caminando por
los pasillos marciales de la ENET N 2. Otra vez sabía quién me gustaba y quién
no.
La dictadura nos obligaba a tener el corte americano, corbata
ajustada al cuello y el uniforme color arena impecable. En el camino y ya sobre
el 6to año se cambió el uniforme a camisa blanca, corbata y pantalón azul. Corría
ya fines de los 70. Perón ya había muerto. Años grises y de extraña paz en las
calles de Corrientes. Todo consistía en treparme a la línea 6 por la mañana,
regresar a casa, comer a las apuradas y salir de siesta otra vez hasta las
19hs, más o menos. Son unos años de mierda que apenas recuerdo. El rostro y
apellido de algunos compañeros de curso (Metzner, Ledesma, Urbina, Zyegembein…)
de algunas muchachas de uniforme y medias azules, una novia llamada Clara,
algunos profesores (Meyer, el temible profe de Estática). El celador al que
apodabamos Pocohilo, era un personaje cinematográfico que soportaba las burlas
por un peinado que intentaba cubrir su calvicie estoicamente, con su propio
pelo: Los de la nuca los mandaba para la frente, y los del costado derecho los
entrecruzaba al izquierdo, en un cuadrillé prolijísimo que, imagino, le llevaba
su tiempo todas las mañanas antes de montar su enorme bicicleta negra y su
carterón de cuero rumbo al escarnio matinal. Siempre odié visceralmente la
escuela, los uniformes y toda forma de autoridad. Pero al no saber el porqué lo
odiaba, lo tuve que padecer en silencio, rumiando humillación como un ternero
atado. Ya me gustaba leer y escribía algo parecido a la poesía. Ya escuchaba lo
que llamaban entonces “música progresiva” (¿?). Ya había escuchado Animals de los Pink Floyd en mi
habitación del barrio San Antonio. Ya tenía inoculado al rock, y atravesé la
dictadura y mis años de la secundaria protegido por esa música que no sabía
explicar porque me gustaba.
Comenzaron los 80. Vientos de cambio. Se reúne una de las bandas
legendarias el rock nacional: Spinetta junta a Edelmiro Molinari, Rodolfo García
y Emilio Del Guercio. Un día luminoso me entero de que Almendra, viene a
Corrientes a presentar su último álbum de estudio, El Valle Interior, en el club Córdoba, Catamarca esquina San Martín.
Allí fuímos una noche maravillosa, con Omar, Clara, Eduardo y empezamos a
saltar un poco atolondrados al ritmo de Rutas
Argentinas. Creo que nos abrazamos, creo recordar que nos abrazamos al
borde de las lágrimas de sólo escuchar
al Flaco Spinetta cantar Muchacha. Ese mismo día muy temprano y por la siesta, fuí a escuchar la prueba de sonido, en esa
lata de sardinas que es el Club. No me animé a entrar y espere afuera oyendo
los sonidos de los acoples y un fragmento de Buen
día día de sol. Almendra sonaba como un viejo reloj de colección: perfecto.
Del Guercio, Spinetta, Molinari y García
De pronto parece estar todo listo. Sé que van a salir por la entrada principal del club. Ahí están. Todo el grupo. Parecen felices. Del Guercio, Molinari , García y el Flaco en persona. Caminan hacia el Hotel Guaraní, caminan tranquilos en la siesta tarde subiendo por Mendoza. Los sigo desde atrás a una prudente distancia, aterrado, sin atinar a acercarme, sin saber qué decir ni como encarar. Al Flaco siempre lo imaginé muy alto, eso me parecía ver en las fotos de la revista Pelo.
A sólo un par de metros de Irigoyen le toco el brazo y le pregunto por una autógrafo o algo así. Es apenas un poco más alto que yo. Se detiene y dice que sí, el resto del grupo sigue. Le doy mi tarjetita y una birome, la firma. Creo que me sonríe.
Mi padre, ni bien me inscribí en el Consejo Profesional me regala
un tarjetero y unas 100 tarjetas color marfil, impecables. Aun las tengo en
casa. En una de ellas está la firma de Luis Alberto Spinetta, en el dorso. Fue
lo mejor de ser Maestro Mayor de Obras…