viernes, 3 de enero de 2014

Siempre me chupó un huevo la Navidad



Siempre me chupó un huevo la Navidad (y el año nuevo, también , ya que está). Sin embargo, salvo un par de veces en que decidí estar sólo, asistí de buena gana a los abrazos y deseos  de las personas amadas. De la familia elegida y la otra.
Cuando vivía cerca del arroyo Pirayuí, rodeado de monte, vacas , ovejas , pavos y etcs. , era costumbre un par de días antes ir a buscar un espinillo. Papá tomaba un hacha y allá íbamos con mi hermana mayor a elegir el mejor para hacer el arbolito. La ceremonia continuaba en casa, con arena, piedras y harina que simulaba la nieve sobre los muñequitos de porcelana que rodeaban al niño Dios. Siempre mirando al cielo, gordito, con las manitas levantadas como pidiendo upa y en pañales. Era de rigor colocarle un burro cerca porque no sé quién dijo que con su aliento le calentaba el cuerpito. Más atrás los reyes magos, José y María, ovejitas y otros mamíferos. Los globitos de adorno eran bellísimos (no como las porquerías chinas de ahora), y había que tratarlos con cuidados por que se rompían, delicados como burbujas de jabón. Algunas veces encendíamos velitas que titilaban sobre el pesebre en un rincón de la casa grande.
El espinillo se secaba al mes y era el momento de desarmar todo y guardarlo en una cajas de zapatos para la próxima nochebuena (que será la nochemala?). El año nuevo era más jolgorio. Recuerdo el más lindo de todos. En el Lago Lolog, la casa de la Tía Oti. Un puesto de estancia que oficiaba de coto de caza , en dónde decían,  iban Martinez de Hoz & Cía a cazar ciervos.
La fiesta la hicimos en ese lugar. Una casa de madera apartada sobre una pequeña loma. Había vitrinas con fusiles Mauser y miras telescópicas y otras con wisky y vino tinto. Los primos teníamos prohibido siquiera tocar esas puerta que invitaban a abrirlas y ver. De todas formas, yo lo hice, y tomé en mis manos unos de los fusiles y sentí el olor al aceite y pólvora.  Un cuero de puma dominaba el piso de parquet del comedor. Una cabeza enorme, la bocaza abierta y los ojos de vidrio color verde.
En ese lugar celebramos el año nuevo más lindo que recuerdo, a mitad de los ´70.
Había una olla de clericó gigante en dónde yo metía el cucharon y me daba unos tragos de cuando. No existía la luz eléctrica en ese lugar perdido de la precordillera. Había faroles Sol de Noche y bajo uno de ellos el tío Lisandro tocaba el acordeón mientras toda la primada y tíos bailábamos a los saltos.
Me emborraché obviamente. A la hora de dormir, enfilé hacia la cabaña en dónde dormíamos. La noche era oscura y uno de los primos me acompaña con una linterna de ocho elementos. Había que atravesar un puentecillo que cruzaba sobre un arroyuelo.  Hice lo mejor para concentrarme y  apuntar al medio de las tablitas y sortearlo. No pude.
Esta navidad de 2013, la pasé bajo la parra del barrio, con mamá y papá. Vino mi hermana de Formosa y con sus hijos y nietos sumamos unas 10 personas, más o menos. Llevé la música que sé que le gustan al viejo. Cafrune, Goyeneche, Millán Medina y Atahualpa. Escuchámos en silencio los 40 minutos y pico del Payador perseguido, fascinados con la travesía del último gaucho argentino,  contándonos las “razones del pobrerío.
Mi padre , nacido en Puerto Tirol, trabajó desde niño, de modo que los viandazos de la pobreza no les son ajenos. En sus oídos las palabras de don Ata no necesitaban de explicación alguna (o sea no eran folklore). Sus ojos subian al cielo. Arriba estaban las Tres Marías, el techo de la parra y el techo de la casa. No sé bien en dónde se detenían sus ojos.
Luego de el pollo frío, el vitel toné y las ensaladas de remolacha nos metimos adentro para evitar un balazo perdido y brindamos a los abrazos ya entonados todos. Salimos luego al patio y esta vez le  dedicamos al chamamé de Millan Medina. Estaba Caraicho en pleno apogeo y algo lo hizo saltar. Se pone de pie trabajósamente, extiende la mano hacia mamá(se va a dormir pensé yo y me acerqué a ayudar) y la invita a bailar. Y ahí estaba Loreto amacándose con Caraicho Ledesma sin errarle un paso. Su cabeza (lo sé bien), tenía otra vez 20 años. Luego sonrió tranquilo y se sentó como si nada. Eso sí, la familia entera estaba anonadada.
Eso también sucede en las navidades. Por lo menos en la mía bajo el parral de la casa de mis padres. Barrio San Antonio cuera... 




 

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