viernes, 23 de mayo de 2014

Una película me miró en El Mariscal







Anoche fuí aver una película en El Mariscal. O mejor dicho, como suele ocurrir algunas pocas veces, la película me miro a mí.
En el bello entrepiso, cuyo balcón da a la calle Salta, unos pibes( no conozco a los organizadores), proyectan piezas cinematográficas sobre una de las paredes de la antigua casona de los Nalda (dicen que por ahí anduvo José Hernández en su paso por Corrientes).
No había mucha gente, hacía frío. Cuando entré recordé una frase del viejo y querido Bukowsky: Qué extraño…todos son más jóvenes que yo…
 La enorme mayoría del cine que se hace en el mundo, es desconocido. No sólo porque los circuitos de distribución/exhibición está en manos de corporaciones vinculadas a Hollywood, sino porque simplemente es imposible ver todo. Me pregunto si es necesario- si se pudiera-, verlo todo.  Como ocurre con ciertos libros, leyendo uno, se pueden leer muchos otros. La literatura tiene ese designio totalizante, oracular, místico, en donde la historia y la cultura se despliegan ante nuestros ojos , casi siempre ignorantes, azorados. El cine (o mejor, cierto cine) , también. La poesía en particular(cierta poesía…), transcurre esos territorios de la imagen o la palabra con su cualidad más esencial: la ubicuidad.  Vincular a la poesía con lo bello es un malentendido. La tragedia, el dolor, lo siniestro incluso, lo pavoroso de lo humano son materias primeras en estos escenarios por dónde andamos los que somos y estamos en el mundo.


Cuando bajé las escaleras luego de ver Bad Boy Bubby (1993), sentí que en verdad, descendía. Reconectar al mundo suele ser arduo en sus cosas más domésticas como saludar y sonreír al mismo tiempo, la cortesía, no patear las sillas de los parroquianos, querer salir salir a la calle y respirar el aire nocturno de fines de mayo.





El cine australiano posee la tensión de algunas  colonias o semicolonias. Aporta a la industria global directores y actores excelentes por un lado y por el otro vomita autores como Rolf de Heer. Le pasa al cine mexicano y nos debería pasar a nosotros.
Los primeros 10 minutos son revulsivos. No es del género gore ni nada parecido, es mucho más oscuro y en su oscuridad brilla como un piedra negra.


Dicen que Truffaut se arrimó al tema de la exclusión cultural, el proceso educativo de un “salvaje” en El Pequeño Salvaje. No la ví. El maestro W. Herzog  transcurrió ese camino con El Enigma de Kaspar Hauser. El encierro de los hospicios y la locura en Alguién voló sobre el nido del cuco(1975) y la también muy premiada Forrest Gump (1994), que sí las ví, y si son premiadas por el establiment es por que esconden detrás a la buena conciencia y al status quo cultural culposo con que se diseñan productos amables, en la gran factoría del Hermano Mayor.




Esos 10 primeros minutos son un golpe al plexo. Es el momento en que se quiere cerrar los ojos para no ver eso que brilla y destella y nos toca el alma. De ahí en más es un tren fantasma. Cada plot point es un abismo. Impredescible, alucinado como los ojos azules de Bubby en busca de algo de piedad y redención. La crueldad es la del capitalismo y sus símbolos con que nos han aterrorizado desde niños. A Bubby lo vigila un Cristo sin cabeza y una madre de enormes tetas que lo somete a su antojo. Un día Bubby decide salir al mundo y nos lleva con él. Y con él padecemos un mundo que hace metástasis llevandonós a todos adentro.



Existes dos escenas de una belleza trágica. En una de ellas abraza a una parapléjica y le confiesa que no puede amarla. Porque su corazón es de Ángel.


La otra, cuando un sacerdote, en una planta nuclear!!, le dice que Dios no existe. Describirlas es obviamente imposible, menos explicarlas. Verlas  sentadito en una silla, es una experiencia abrumadora.





Que sea Bubby el único inocente, no nos salva de ser condenados. La empatía con el protagonista , (un recurso caro a los guionstas yankis), no se dá, porque los otros, somos nosotros.






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