domingo, 23 de febrero de 2014

La Palmera



Creo que alguna vez hablé del lugar en dónde pasé casi toda mi infancia y parte de la adolescencia . (Si bien nací en Junín de los Andes, a ese maravilloso territorio de frío y cordillera recién lo asumo bien después, ya en plena adolescencia)
En aquél lugar, bien cerca del Arroyo Pirayuí, creo que comenzaron a meterse en los huesos y a través del paisaje un menjunje de sentidos en pugna, olores y texturas, sonidos y visiones que tambien pude aceptar sólo muchos años después. No entiendo porqué recién ahora comienzo a aceptarlo. Tal vez es -como dijo mi oftalmóloga-, la edad.
Mi vieja casa, fue tomada por las talas y la maleza virulenta del monte correntino. En su galería de paredes altas una manada de vacas eligieron el lugar para dormir, cobijadas de un techo de zinc que aun conservaban sus cabreadas de madera de quebracho. Bajo medio metro de guano vacuno un reluciente piso de baldosas amarillas vieron la luz despues de muchos años.
Mamá recién venida del sur, lidiaba en Puerto Tirol, con mosquitos y el murallón de recuerdos que se irían amuchando en su corazón, ya bien lejos de las montaña, el abuelo Gregorio y la abuela Ana.
Papá le entró al monte con un personaje increíble. Una suerte de John Mayne de La Diligencia, mixturado  con el Giuliano Gemma del Dólar Marcado. Se llamaba Agustín, pero lo decíamos El Petiso. Un ser cinematográfico, en el sentido en que el cine y sólo el cine podría relatarlo, con alguna justicia. El Petiso tenía un apodo al que no convenía acudir si se quería preservar la salud: Teyú colí (algo así como lagarto o lagartija, de cola corta/da). Agustín se hacía respetar con un teyuruguai de tres o cuatro metros, trenzado con 12 hilos de cuero crudo, que cuando silbaba en el aire, el tiempo se detenía. Así lo recuerdo. Parado en un carro cargado de leña, con las piernas cortas abiertas, siempre descalzo. Susurrando con un repertorio de voces a su cuatro caballos de tiro, tan animales y bellos como él. Yo solía pasar mucho tiempo, deslumbrado por historias que nunca supe si eran verdad. No importa. Un día me dijo:
 - Yo me voy a ir al infierno, Almirón í.
-Porque?, le inquiero yo abrumado por la sentencia.
 -Porque castigué a muchos, en mi vida....
 La casa se dejó ver luego de mucho trabajar. En ese trámite de machete y hacha, mi viejo y Agustín se hicieron amigos. Techo a dos aguas, ventanas altas de dos hojas, rejas, pisos de baldosas. Un galería, cocina, comedor y un par de espacios que con el tiempo oficiaron de cuartos para dormir. Alrededor crecieron unos palos borrachos, tipas, un par de timbó, algunas talas que quedaron indemnes y cerca del pozo de balde, una palmera altísima colonizada por cotorras y murciélagos.  
Ahora el lugar a cambiado tanto que es múy difícil ver en dónde estaba aquella enorme casa. Sólo la palmera esta aun balanceándose como sonámbula. Un día fui a verla y la abracé como a una amiga de lejos. En un arranque de nostalgia y aguijoneado por el guisqui barato, agarré el Escort y encaré hacia la Maipú , hacia donde nace la Ruta 12. Ahí estaba ella , en plena siesta con la cabellera seca y dura como los pelos que le quedan a una vieja. Luego encontré un ladrillo, caminé el espacio en donde se asentaba la galería con soportes de caño fundido.
Regresé con el ladrillo y un silencio incómodo que compartí con mis hijos hasta Laguna Seca.





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