A Camilo, Gero y el Colo
La canción del
niño final
Dios, cansado dijo: -No quiero a nadie semejante a mí
Entonces algo vibró y se dió un
potrillo, un durazno, un hipocampo.
El Durazno ya había nacido. Vino herido
y traslúcido su corazón, aire en el aire,
Delicada su piel, delicado su mirar,
dice en voz baja cosas que nadie escucha.
El
Potrillo dio un salto hacia atrás y cayó de pie.
Tembló el mundo, el lucerito en su
frente parpadeó luz propia: Mi Cuerpo Soy
Yo, se dijo
El Hipocampo enamorado de sí,
cultivo a otros pares en su vientre y
los esparció en la sal del agua.
Son millones, todos parecidos a él.
Cada uno en sí, espejados de alma en
alma: El Cuerpo es Divino, se dijo.
Los tres deletrean su nombre. Su propio
nombre
y
en ese viaje inicial, el Misterio de la especie habla un balbuceo conmovedor y
terrible.
Juntos andan el borde del tiempo,
juntan piedritas,
se las llevan a la boca,
paladean la Vía láctea,
se dibujan a sí mismos en las cuevas del
último milenio,
en las Terrazas del Hombre Sólo.
El que
cree que sabe, no sabe. Y el que sabe, no sabe que sabe, dicen los tres
y
al unísono, el lucerito del Potrillo parpadea otra vez,
el Hipocampo se enamora, danza y fecunda
en un solo gesto.
El Durazno cierra la herida y su cicatriz tiene
las iniciales de su nombre.
Los tres juntos miran caer la tarde.
Se toman la mano como quien reza,
(El magisterio del Amor es en silencio)
respiran el mismo aire precioso de estar
aquí
sin otra razón que estar nomás.
Y alguien parecido a Dios, más cansado
que nunca, los mira
y sonríe por primera vez.
Y entonces, late la canción del niño
final….
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