Sábado por la mañana. El sol, resplandece sobre la
Playa Arazaty. Los autos van llegando y de en uno en uno estacionan a 45 grados
hasta cubrir toda la extensión desde el puente hasta la estatua de Andresito.
Bajan pocos niños, algunas madres, muchas chicas con bolsos silletas, gafas
oscuras y termolares. Bajan por el extenso arenal hasta la orilla y ahí se
ambadurnan de aceites y semidesnudas comienzan a cocinarse lentamente. Un
caballo se dirige al agua con paso cansino (los caballos son los seres más
hermosos de este curioso planeta). La zona tomada por los aceitados era hasta
hace poco un largo territorio de malloneros y carreros. Supongo que el caballo
sólo tiene sed y como nunca se compró una botellita de Villavicencio, se va al
río a tomar agua. Es lo que hace. Lo veo posar su hermoso hocico en el agua y
beber. Raudamente un bañero se acerca y lo espanta. El caballo no se dá por
enterado, el tipo insiste y le tira arena con el pie. El caballo, resignado
decide irse y por la orilla se va.
Empiezo a caminar hacia la antigua usina apurando el
paso. Toda la costa comienza a bullir de familias, mascotas y corredores con
aparatos conectados en los brazos, muñecas y oídos. Vuelvo a recordar una frase
del maestro Charles Bukowsky: Qué pasa
que todos son más jóvenes que yo!?
En el paseo de los Artesanos , frente al anfiteatro
Hernández una morocha expone tambores de todo tipo. Turistas y curiosos los
golpean y le sacan el viejo sonido del hombre. Son las 10 de la mañana. Uno de
los autos tiene el baúl levantado y desde ahí sale una música electrobasura a
todo volúmen. Apoyados en la baranda tres o cuatro muchachos sobreviven de la
fiesta aun, zapatos caros, camisas impecables, uno de ellos tiene todavía el
saco puesto está apoyado en el borde, la cabeza se le bambolea y mirando el
piso parece a punto de vomitar. Uno de ellos me mira pero no me ve. Los ojos se
le mueven sin poder fijarse en nada. La borrachera no tiene clase social.
Regreso al punto de partida con los 45 minutos de
rutina y con la lengua afuera. Me siento en el muro desde donde se ve el río y
los bañistas que ya son un montón. Se me ocurre darme un chapuzón. Me acerco a
la orilla y naturalmente me saco mi bermuda cué. Mi boxer esta sanito, es negro
y casi no tengo panza. No está mal ,
me digo a mi mismo. Cuando pongo el primer pie en el agua escucho el sonido de
un pito. Meto el segundo y suena otra vez. Esta vez se escucha: Señor, no se puede!. . Un bañero grandote
se acerca y me explica de mala gana que está prohibido bañarse con ropa
interior. Miro a mi alrededor un epoco azorado y veo esas mallitas que se le
meten en el glorioso culo a las chicas por doquier.
Le digo que lo mío es una
malla. Me dice que no es una malla y yo le insisto que sí es una malla. Se lo
digo en voz alta y se me acerca el grandote y en voz baja me tutea: Tenés que salir. No viste los carteles?.
Para evitar el papelón de que me sirva una piña, vuelvo a calzarme mi bermuda
cué y salgo insultando…en voz baja.
Decido revisar los carteles y en ninguno decía que
está prohibido bañarse en ropa interior. Me quejo al jefe de los bañistas, le
indico con el dedo el censor que está allá mirándonos. Le digo que esa malla la
usé en Garopaba (mentira) y que allá nadie jodía a la gente. Le digo que ojalá
esas chicas en pelotas estén siempre ahí.
Y me fui , en la misma dirección del caballito.
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