martes, 16 de junio de 2020

El Carnero Negro


Dibujo de Gerónimo Almirón, 20cm por 15, técnica portamina.





El carnero negro

Plena siesta en el espinillar de Santa Catalina. Luego de tres días de lluvia, los charquitos brillan incandescentes. Pablo regresa de andar la orilla del Pirayuí con su honda al cuello y su bolsa de perdigones. Cruza la chacra y se dirige al enorme timbó y más allá, apenas, la palmera altísima y abajo la casa de techo de zinc, rojo. Camina distraído. Se inclina sobre una fuente de agua. Miles de renacuajos negros tiritan, cabezones, con una cola traslúcida y unas manitas a los costados. Mete la mano y siente los cuerpecitos agitarse entre los dedos.
Un carpintero golpetea al timbó. Penacho amarillo. Pablo apunta y como ya sabe que nunca acierta, dispara. Un pequeño ñangapirí se mueve… Se acerca lentamente y las ve. Dos víboras, una yarará y una coral. No muy grandes, más bien pequeñas, se retuercen entre las ramas. La yarará está tragando a la coral. La boca se abre, desmesuradamente, y el cuerpo de la coral esté dentro, casi por la mitad. Por instinto, Pablo saca la gomera. Coloca el perdigón de barro y apunta. El blanco es fácil, imposible fallar. Sin embargo no dispara. Afloja la gomera y se queda mirando, una víbora entrando en la otra. Una muriendo, la otra tragando. La cola de la coral se aferra a la última ramita del ñangapirí antes de dejarse ir.
Ahora, Pablo desanda los últimos cien metros para llegar a su casa. Sabe que tiene que estar alerta. Mira el corral, el galpón, el tala, la pequeña laguna en donde nadan algunos patos. Todo está en silencio, huyendo del solazo siestero. Camina casi en puntas de pie, contiene la respiración con un hueco en el estómago que empieza a doler. De pronto lo ve. Sale desde atrás del galpón, como si dijera : - acá estoy. Te estaba esperando.
El enorme carnero negro camina lento, erguido, levanta la cabeza y con ella su par de cuernos en bucle sobre el par de ojos amarillos. Pablo no duda y comienza a correr hacia el poste de quebracho que sostiene el alambrado. El carnero también corre. Los dos llegan casi al mismo tiempo. Pablo trepa, saca los perdigones, extiende la gomera y le dispara una y otra vez. El carnero apenas si se molesta. Los perdigones de barro se hacen trizas en los cuernos. El carnero golpea el endeble arbolito, piensa, busca el modo de hacerlo caer. Pablo no se da cuenta de que grita enloquecido, ¡Papá!, ¡Papá!… Una y otra vez. De pronto ahí está papá, montado sobre el carnero negro. Lo toma de uno de los cuernos y, con el cabo del machete, lo golpea en el hocico una, dos, tres, diez veces.
Es de noche. El rumor del monte entra por el ventanal, la galería y más allá el patio. La luna llena es un sol de noche. En esa duermevela, Pablo ve al carnero sentado, como si fuera un perro en el patio. Una coral en un cuerno, una yarará en el otro. El carnero lo mira, sin pestañear, sentado como un perro.
Transcurre otro día. Tal vez un lunes o un miércoles. La cosa es que se van todos de la casa. ¿Las compras del mes? .  
Pablo está solo en la enorme casa de techo rojo. El parloteo de cotorras sobre el palo borracho, sumado a las chicharras, es ensordecedor. Pablo desenfunda el hermoso Winchester, le carga los diez disparos. Uno de ellos da contra un sifón en el patio. El estampido rebota varias veces en el monte, se espantan los patos marruecos, las palomitas picuí, las cotorras. Retorna el silencio, lleno de todo. Pablo descarga las nueve balas del Winchester como los cowboy de las películas que vió en el Cine Colòn. Entonces lo ve, bajo el tala.
Parece una esfinge. Sintió luego ese rumor en el estómago por vez primera, y supo de inmediato lo que iba a suceder en la hora siguiente.
El cuchillo era de una sola pieza de acero, tantas veces afilado que parecía una guillete. 10 c de mango, 10 de filo. Ata el cuchillo a la punta de la tacuara con hilo sisal y lo refuerza con una vuelta de alambre de fardo. Son las diez de la mañana, tal vez un poco más tarde, en la casa de Santa Catalina.
El tejido de alambre tiene tres metros de alto. Es lo que lo separa del carnero, que está plantado cerca del tala con la cabeza semierguida. Parece sereno incluso.
Pablo camina con la lanza de tacuara hacia el tejido y lo llama una o dos veces. Primero con timidez pero luego le grita, lo insulta, patea el alambrado. De pronto el carnero da dos pasitos hacia adelante. Pablo retrocede  dos, detrás del alambrado. Luego el carnero negro se dedica, simplemente, a golpear el alambrado una y cien veces. El acero le penetra entre los cuernos  Una y otra vez. Cuánto tiempo?, no sabemos. Enfermos de odio (o quién sabe…), Pablo y el carnero ahí están. La sangre le cae entre los ojos, le tapa las fosas nasales, resopla y vuelve a atacar. Las pezuñas se clavan en la tierra dura del patio y levanta humitos de polvo. Levanta la cola, caga pelotitas de estiércol, en la cumbre de la ira más silvestre.
De repente se detiene, mira a Pablo al otro lado del tejido. Lo ve de pie, tembloroso, con su lanza, su ojitos, sus pecas ridículas, la espumita en la boca y los lagrimones que le empastaban la cara deforme  Da unos pasos hacia atrás, como retrocediendo para volver a atacar. Sin embargo da media vuelta y se retira a la sombra del tala. Se pasa la lengua por el hocico sanguinolento y ahí se queda rodeado de lo suyo.
Nadie supo este vergonzoso episodio hasta hoy. Lo cierto es que un día, el padre de Pablo decide castrar al carnero negro. El único modo de amansarlo,. La cirugía la hace el viejo Barrientos, con el mismo cuchillo de aquella mañana.  Una operación que, si está bien hecha, no tiene sangre… O más bien poca. Cuestión que un día Pablo, otra vez en una mañana de lluvia y renacuajos, encuentra al carnero, cerca de la laguna. Y ahí se quedaron los dos un rato, uno muerto,  el otro vivo.

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