Dibujo de Gerónimo Almirón, 20cm por 15, técnica portamina.
El carnero negro
Plena siesta en el espinillar de Santa Catalina. Luego de
tres días de lluvia, los charquitos brillan incandescentes. Pablo regresa de
andar la orilla del Pirayuí con su honda al cuello y su bolsa de perdigones.
Cruza la chacra y se dirige al enorme timbó y más allá, apenas, la palmera
altísima y abajo la casa de techo de zinc, rojo. Camina distraído. Se inclina sobre una fuente de agua. Miles de renacuajos negros
tiritan, cabezones, con una cola traslúcida y unas manitas a los costados. Mete
la mano y siente los cuerpecitos agitarse entre los dedos.
Un carpintero golpetea al timbó. Penacho amarillo. Pablo apunta y como
ya sabe que nunca acierta, dispara. Un pequeño ñangapirí se mueve… Se acerca
lentamente y las ve. Dos víboras, una yarará y una coral. No muy grandes, más
bien pequeñas, se retuercen entre las ramas. La yarará está tragando a la
coral. La boca se abre, desmesuradamente, y el
cuerpo de la coral esté dentro, casi por la mitad. Por instinto, Pablo saca la
gomera. Coloca el perdigón de barro y apunta. El blanco es fácil, imposible
fallar. Sin embargo no dispara. Afloja la gomera y se queda mirando, una víbora
entrando en la otra. Una muriendo, la otra tragando. La cola de la coral se
aferra a la última ramita del ñangapirí antes de dejarse ir.
Ahora, Pablo desanda los últimos cien metros para llegar
a su casa. Sabe que tiene que estar alerta. Mira el corral, el galpón, el tala,
la pequeña laguna en donde nadan algunos patos. Todo está en silencio, huyendo
del solazo siestero. Camina casi en puntas de pie, contiene
la respiración con un hueco en el estómago que empieza a doler. De pronto lo
ve. Sale desde atrás del galpón, como si dijera : - acá estoy. Te estaba esperando.
El enorme carnero negro camina lento, erguido, levanta la
cabeza y con ella su
par de cuernos en bucle sobre el par de ojos amarillos. Pablo no duda y
comienza a correr hacia el poste de quebracho que sostiene el alambrado. El
carnero también corre. Los dos llegan casi al mismo tiempo. Pablo trepa, saca
los perdigones, extiende la gomera y le dispara una y otra vez. El carnero
apenas si se molesta. Los perdigones de barro se hacen trizas en los cuernos. El carnero golpea
el endeble arbolito, piensa, busca el modo de hacerlo caer. Pablo no se da
cuenta de que
grita enloquecido, ¡Papá!, ¡Papá!… Una y otra vez. De pronto ahí está papá,
montado sobre el carnero negro. Lo toma de uno de los cuernos y, con el cabo del
machete, lo golpea en el hocico una, dos, tres, diez veces.
Es de noche. El rumor del monte entra por el ventanal, la
galería y más allá el patio. La luna llena es un sol de noche. En esa duermevela,
Pablo ve al carnero sentado, como si fuera un perro en el patio. Una coral en
un cuerno, una yarará en el otro. El carnero lo mira, sin pestañear, sentado
como un perro.
Transcurre otro día. Tal vez un lunes o un miércoles. La
cosa es que se van todos de la casa. ¿Las compras del mes? .
Pablo está solo en la enorme casa de techo rojo. El
parloteo de cotorras sobre el palo borracho,
sumado a las chicharras, es ensordecedor. Pablo desenfunda el hermoso Winchester, le carga los
diez disparos. Uno de ellos da contra un sifón en el patio. El estampido rebota
varias veces en el monte, se espantan los patos marruecos, las palomitas picuí,
las cotorras. Retorna el silencio, lleno de todo. Pablo descarga las nueve balas del
Winchester como los cowboy de las películas que vió en el Cine Colòn. Entonces lo ve,
bajo el tala.
Parece una esfinge. Sintió
luego ese rumor en el estómago por vez primera, y supo de inmediato lo que iba
a suceder en la hora siguiente.
El cuchillo era de una sola pieza de acero,
tantas veces afilado que parecía una guillete.
10 c de mango, 10 de filo.
Ata el cuchillo a la punta de la tacuara con hilo sisal y lo
refuerza con una vuelta de alambre de fardo. Son las diez de la mañana, tal vez
un poco más tarde, en la casa de Santa Catalina.
El tejido de alambre tiene tres metros de alto. Es lo que
lo separa del carnero, que está plantado
cerca del tala con la cabeza semierguida. Parece sereno incluso.
Pablo camina con la lanza de tacuara hacia el tejido y lo
llama una o dos veces. Primero con timidez pero luego le grita, lo insulta, patea
el alambrado. De pronto el carnero da dos pasitos hacia adelante. Pablo retrocede
dos, detrás del alambrado. Luego el
carnero negro se dedica, simplemente, a golpear el alambrado una y cien veces. El
acero le penetra entre los cuernos Una y
otra vez. Cuánto tiempo?, no sabemos. Enfermos de
odio (o quién sabe…), Pablo y el carnero ahí están. La sangre le cae
entre los ojos, le tapa las fosas nasales, resopla y vuelve a atacar. Las
pezuñas se clavan en la tierra dura del patio y levanta humitos de polvo. Levanta
la cola, caga pelotitas de estiércol, en la cumbre de la ira más silvestre.
De repente se detiene, mira a Pablo al otro lado
del tejido. Lo ve de pie, tembloroso, con su lanza,
su ojitos, sus pecas ridículas, la espumita en la boca y los lagrimones que le
empastaban la cara deforme Da
unos pasos hacia atrás, como retrocediendo para volver a atacar. Sin embargo da media vuelta y se retira a la sombra del tala. Se pasa la lengua por el
hocico sanguinolento y ahí se queda rodeado de lo
suyo.
Nadie supo este vergonzoso episodio hasta hoy.
Lo cierto es que un
día, el padre de Pablo decide castrar al carnero negro. El único modo de
amansarlo,. La cirugía la hace el viejo Barrientos, con el mismo cuchillo de
aquella mañana. Una operación que, si
está bien hecha, no tiene sangre… O más bien poca. Cuestión
que un día Pablo, otra vez en una mañana de lluvia y renacuajos, encuentra al
carnero, cerca de la laguna. Y ahí se quedaron los dos un rato, uno muerto, el otro vivo.
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