La tengo vista desde hace 55 años, pero no puedo decir
que la conozca. Alguna vez escuché, no recuerdo dónde, que una mujer es un
océano de secretos.
Ahora con 78 años dice que tiene mala memoria. Tal vez.
Cada vez que habla recuerda las montañas, los ríos, las manzanas silvestres, el
colegio de monjas, sus hermanas, Jazmina, Minda, Margarita, Isabel, Mirta, Ana, Dina, Otilia y a veces a su hermano, tempranamente muerto. Hijas todas de un mapuche venido
de Chile, puestero de estancias inglesas y alemanas, domador de caballos,
cazador de ciervos y jabalíes, mapuche o araucano: el abuelo Gregorio y de otra
mapuche, la abuela Ana.
La abuela Ana
Esa mujer sabe mucho de plantas. Desde antes de que
estuvieran de moda la medicina natural, las comidas ligth de etiquetas
verdes, las dietéticas, el gym y sus variantes.
Si vas a su casa del barrio San Antonio tiene a mano,
congorosa, menta, llantén, ortigas, marcelita, cáscara de guayacán que les compra a las
mujeres Qom de la peatonal Junín… y llantén.
Es la curandera del barrio. Los niños vienen a curarse el
empacho. Una cinta roja que sana lo que duele. El dolor de cabeza, el
ojeo, la culebrilla, el mal que te hace suspirar y no encontrar el aire.
Ciertos dolores del alma. Patrimonio del mirar y saber del otro. Apoya la cinta
roja en el lugar del padecer y reza. Musita en voz baja voces de otro mundo,
milenario, lejano, tan material como sus plantas, sin embargo.
Hace unos días atrás me cuenta de cómo ayudó a Doña
Cóceres, vecina eterna que un día se murió también. Le hacía la comida y se la
llevaba todos los mediodías a su mesa. Le cobraba el sueldo y se lo llevaba a
sus manos. Me lo contaba como al pasar y sin alarde de nada (nunca supe el
nombre de Doña Cóceres. Se llamaba así porque era la esposa de don Cóceres,
nomás). En verdad, cuando me contaba, sólo
le importaba traerla a su vecina a la charla, como al pasar.
Solidaria y
decente como eran las personas hace mucho tiempo atrás (antes de esto, que nos
rodea ahora, tan difícil de explicar).
No creo que haya sido feliz al abandonar las montañas y
venirse al calor correntino, los mosquitos, las víboras y las arañas. Nunca la
oí quejarse, pero no creo que haya sido feliz dejar a su familia y La familia
es a la vez, la casa, sus olores, el patio, la cadena de la precordillera, la
nieve que hace el invierno y el otoño subido de ocres, las piedras verdosas y el agua helada del Quilquihue, con el volcán Lanín como dibujado por la pluma de un maestro nipón. Quién
puede ser feliz lejos?. El amor y los hijos no creo que sanen esas heridas.
Bajo la casa de la palmera, cerca del Pirayuí, ella se
levantaba bien temprano y tomaba el timón del barco. Un Arca con ovejas,
chivos, gallinas, vacas y gansos. Una huerta, una chacra. Todo el día hasta que
se iba el sol. Un caranchillo, una curiyú, una araña, un winchester, un potrillo
malacara, un timbó flotaba detrás del corral, la escarcha del invierno camino
al almacén de Doña Pascuala.
La curandera, la médica del barrio San Antonio canta con
una voz de menta suave. Casi siempre por
la mañana. Los vecinos la escuchan cuando sale al patio.
Herida la de tu boca
que lastima sin dolor
no tengo miedo al invierno
con tu recuerdo lleno de sol.
Yo sé que no vuelve más
el verano en que me
amabas
que es ancho y negro el
olvido
que entra el otoño en el
corazón.
Ena, recoge Llantén. Dice que es lo mejor para sanar. Que los médicos son
una farsa. Que los medicamentos son mentira, que la verdad está en las plantas.
Dice que siempre fue así. Recoge Llantén. Una hoja larga de verde pálido. Crece en dónde hay
humedad. Cerca de las zanjas. Se coloca en el mate, en el agua de beber o
infusiones, o se la mastica simplemente. Un hoja humilde, silvestre, que crece
en ramitos y casi en cualquier parte. Sana y cura, casi todo.
Llantén, mi madre.
Ena
foto de Gaby Ponce